Mucho se ha comentado de mi nueva sonrisa. No puedo evitar desplegarla por doquier, incluso a sabiendas de que me podrían tildar de cínico. Pero voy en paz, desde aquí mi centro de reclusión vital, y siento el frío de la tarde como si brillara en mis dientes. Contemplo el corte de la estampa universal que me está dado vivir, y luego vuelvo al rincón de mi aposento consuetudinario.
No es seráfica tampoco. Simplemente es una comprensión de amanecer que te acerca un poco más al ocaso. Y el alma se te llena a cántaros de voces, de preguntas infinitas y de tantos deseos finales. Tan viejo es el mundo que no se puede evitar la invasión poderosa de conocer sus orígenes, supuestamente sombríos.
Mis amigos se preocupan, porque no pueden comprender que se pueda ser feliz con algo como eso, es decir, por nada, en su parecer. Imaginan que estoy loco. Y yo los dejo con su razón, pues me satisface verificar cómo sus mandíbulas viajan sin ton ni son de la sonrisa al llanto. (Ello me reconforta). No puede ser sano que un hombre condenado no ansíe la libertad.
Y así con el condenado resto de los otros seres. O cosas. Vienen a mí desde el mundo de la belleza a recitarme sus sirenas sobre el jergón de la cama. Y yo los aparto de mí con distancia, como para no aporrear su orgullo. Le digo al viento que vuele y al pájaro que cante mucho más allá, entre el follaje sintónico del bosque, porque aquí entre mis paredes hace frío. Como también podría pedirles lo contrario: al pájaro que vuele y al viento que cante. Da igual.
Y más nada les digo. Igual me desplazo hacia la ventana y contemplo la fila de árboles que esperan mi polvo entre sus raíces. Es la alegría del viaje, incompresible para quien queda vivo. He amado siempre la apacibilidad de un árbol, cuanto más si está entre las veras de un camino.